miércoles, 18 de julio de 2012

Espejos, norte y sur. Y Gabo.

GABO SIN MEMORIA




"Pasé sin transición de las aventuras de Los Cinco a El coronel no tiene quien le escriba. Recuerdo la cara extrañada de Nati, la librera, cuando me vio coger el ejemplar del expositor de Bruguera. “No sé si lo vas a entender”, me dijo y trató de convencerme de que si iba a empezar a leer “cosas de mayores”, tal vez era mejor que me estrenara con Barrio de Maravillas de Rosa Chacel. Desde la suficiencia de mis doce años recién cumplidos, miré con desdén lo que por su portada naif me sonó a novelita para chicas, puse en el mostrador dos billetes de cien pesetas —mis ahorros de varias semanas—, y salí de la tienda con aquel libro, rezando para no encontrarme con mis amigos y tener que darles explicaciones de mi nueva rareza.

Aquí podría exagerar la nota y decir que no volví a ser el mismo tras asistir, página a página, a la espera sin esperanza de Aureliano Buendía, a quien imaginaba con la cara llena de arrugas y el gesto de haberlo vivido todo de mi abuelo paterno. Seguramente, no fue ni para la mitad, porque ya apuntaba maneras de futura alma atormentada —pura pose, no cunda el pánico—, pero algo sí debió de moverse dentro de mi, pues en los meses sucesivos fui invirtiendo mi paga, creo que por este orden, en Los funerales de la Mamá Grande, Crónica de una muerte anunciada, El otoño del patriarca (¡toma ya!) y, finalmente, Cien años de soledad.

La misma profesora de literatura con la que aprendí que todas esas historias que me subyugaban recibían el nombre de “realismo mágico” me descubrió el Pedro Páramo de Juan Rulfo y bajé a Gabriel García Márquez un peldaño de mi pedestal. Luego, me regalaron una edición barata de El perseguidor y otros cuentos de Cortázar con un pétalo en su interior, y volví a relegar a Gabo. Hoy, cuando leo que una maldita enfermedad le anda robando la memoria, por si un día me pasa lo mismo, he corrido hasta aquí a fijar mis recuerdos, que también son suyos."
                                                                                                                   Javier VIZCAÍNO
                                                                                                    -blogs.deia.com
                                                                                                    Publicado el 16 de julio 2012-   
                                                                                                                                                                                         

SIC TRANSIT GLORIA MUNDI, DELIA

Sic transit gloria mundi, Delia... Son las primeras palabras de una novela que me fascinó, Florido mayo. Su autor, Alfonso Grosso, más tarde gran amigo, lo era de Luis Berenguer, el inolvidable autor de El mundo de Juan Lobón, muerto en La Isla de Camarón el 14 de septiembre de 1979. Era el tiempo de los grandes novelistas andaluces, Grosso (Nobel in pectore, lo llamó el maestro Antonio Burgos), Berenguer, Caballero Bonald, Requena, Fernando Quiñones, Manuel Ferrán, Accuaroni, Ortiz de Lanzagorta, Vaz de Soto, Julio de la Rosa... Ruiz Copete, siempre generoso, lo estudió amplia y sabiamente. 

Pero yo no quería hacer la laudatio de una generación magnífica de artistas magistrales sino recordar, al hilo de lo que ahora le ocurre a Gabo García Márquez, que se ha ido, no está, no recuerda nada, no sabe quién es, que algo parecido le sucedió a nuestro Nobel in pectore, al grande Alfonso Grosso. Ya sospechábamos que algo le ocurría. Sobre todo una tarde en que paseábamos lo dos por la calle Columela cuando nos encontramos con Fernando Quiñones. Las relaciones entre ambos no habían sido muy cordiales (y no por el gaditano, siempre amigo, sino por el sevillano, arbitrario de suyo y mucho más con copas), pero ese encuentro fue sorprendente. Alfonso abrazó a Fernando con mucha emoción, para sorpresa de éste, y mostró que nada nunca había ocurrido en el pasado. Fuimos los tres a beber una cerveza y, en un momento dado, Quiñones me dijo: “Si no lo veo, no lo creo, Enrique. Me parece que Alfonso piensa que tú eres Luis Berenguer”. Por algunas otras circunstancias a mí me lo pareció también. Y ya luego empezó a triunfar el tobogán. Hasta que supe, poco después de haber almorzado con él en Sevilla, que había desconectado también, yendo a algunas librerías de amigos sin saber ya quién era, ni con sus libros en las manos, diciendo que decían que esos libros los había escrito él. Como si esto fuera un disparate.

Quizá por haber vivido como propio el drama de Alfonso Grosso, realmente triste y doloroso, ahora lo de García Márquez viene a añadir más tristeza a la tristeza. Tuve la oportunidad de estar en Cádiz con él, cuando Rafael Román logró traerlo a la provincia. Fui uno de los privilegiados que pudo compartir con el colombiano toda una velada amable en donde oímos su sabiduría y vimos su magia de palabras evocadoras y de compromiso con su tiempo. Ahora ya no sabe que es García Márquez, ni recuerda Macondo, Aureliano Buendía ni la tarde inolvidable en la que recibió del Rey de Suecia el Premio Nobel para Colombia, la lengua que nos une, y su propia obra, legado indeleble de la literatura universal. Penoso de verdad un fin así.

                                                                                                                   Enrique MONTIEL
                                                                                              -El Pinsapar - Diario de Cádiz
                                                                                               Publicado el 10 de julio 2012-


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