sábado, 15 de septiembre de 2012

El futuro se declina en compromiso y se conjuga en acertar.



DERECHO A LA EXISTENCIA DE LA NACIÓN VASCA 


Joan Carles Mélich, en su libro titulado Totalitarismo y Fecundidad, afirma que la barbarie es todo intento de comprender al otro desde lo mismo, la diversidad desde la unidad, la diferencia desde la identidad. La barbarie, dice, es el supremo acto de violencia, de poder, en el que se niega lo distinto. Las naciones no solo existen, sino que en muchos casos se esfuerzan con tesón por preservar su existencia. Cuando este esfuerzo por preservar su existencia se traduce en un programa de acción política y conscientemente apoyado por una parte significativa de la población podemos calificar dicho programa de nacionalista. Ese programa no tiene por qué ser idéntico a un proyecto de estado-nación soberano, porque para preservarse y desarrollarse satisfactoriamente, la nación en cuestión puede constatar que le es suficiente cierta dosis de autogobierno dentro de un estado multinacional, es decir, en convivencia pacífica con otras naciones. Este podría ser un arreglo ideal.

Pero, ¿por qué es tan difícil, y un engorro añadido, que funcione bien un estado multinacional siendo en teoría una (la) solución ideal? La razón es que, en la inmensa mayoría de los casos, los estados multinacionales realmente existentes son, por causas históricas contingentes, no estados constituidos por el consenso de las diversas naciones que los componen, sino por la voluntad, muchas veces extremadamente violenta, de una sola nación predominante y hegemónica. En una palabra, se trata de estados-nación hegemónicos, o sea, que promueven la hegemonía de una sola nación sobre las demás. Hay en este tipo de estados una nación que les dicta a la otra u otras cómo tienen que ser las cosas en el orden político, jurídico, lingüístico, cultural, religioso, económico, de relaciones internacionales, etc. Tales situaciones de predominio de una nación sobre otras, tan frecuentes en los estados multinacionales, son situaciones no justas. Si admitimos que las naciones existen y que cada una tiene el derecho a preservarse y a desarrollarse al menos hasta que se muera de "muerte natural" -y no ser asesinada-, entonces debería estar claro que es una obligación fundamental de cualquier estado multinacional crear y mantener las condiciones político-jurídicas adecuadas para que cada una de las naciones que lo componen, independientemente de su peso demográfico, de animadversiones históricamente condicionadas, o de cualquier otra consideración, se sienta, por así decir, "a gusto en casa", en esa casa administrativa que, en definitiva, es cualquier estado. Ello puede complicar las leyes, la jurisprudencia, las instituciones educativas, el manejo de la política día a día, de la economía, etc. Pero no hay más remedio que hacerlo así si es que se quiere implementar la justicia, no solo en relación entre los ciudadanos individualmente considerados, sino también en relación entre las naciones con las que los ciudadanos se sienten identificados. Porque el sistema democrático también es más complicado que la dictadura, pero eso no es ningún buen argumento a favor del autoritarismo.

Las discusiones en torno a esta temática se han solido llevar a tal nivel de indigencia conceptual que el término "nacionalismo", como programa de afirmación de una nación, se ha usado indistintamente tanto para la afirmación "defensiva" como para la "agresiva" de una nación frente a otras. Con lo cual se mete en el mismo saco, pongamos por caso, el programa supuestamente "nacionalista" de Hitler y el programa genuinamente nacionalista de Ghandi. Y como ninguna persona de buena voluntad puede estar a favor del programa de Hitler, se desprende con un rigor aparentemente aplastante que la misma persona de buena voluntad tampoco puede estar a favor del programa de Ghandi. Lo cual manifiestamente es una reductio ad absurdum. Ella proviene simplemente de la confusión deontológica elemental entre la afirmación del derecho de existencia de una nación y la negación del derecho de existencia de otras naciones. Es a la primera afirmación a lo que, con pertinencia terminológica y conceptual, conviene caracterizar no como "nacionalismo" sino "imperialismo", o, de manera más exacta aún, "hegemonismo".

El nacionalismo genuino o defensivo solo reclama el derecho a la existencia de una nación en pie de igualdad con otras naciones. El hegemonismo en cambio, con frecuencia mal llamado "nacionalismo", reclama el derecho de una nación a subyugar o incluso erradicar a otras naciones, en nombre de una supuesta superioridad racial, cultural, lingüística, demográfica, económica o del tipo que sea. Es difícil imaginar dos posiciones políticas más antagónicas. Y está claro que no se trata aquí de una distinción meramente académica. El ignorarla puede llevar fácilmente a graves errores de interpretación de los sucesos políticos. Por supuesto que, en ciertas circunstancias complejas o desfavorables, ha ocurrido alguna vez que el nacionalismo ha derivado peligrosamente hacia el hegemonismo, de modo análogo a cómo el ideal del socialismo y de la justicia social ha derivado muchas veces hacia el totalitarismo stalinista más atroz, el cristianismo a las cruzadas, el catolicismo a la inquisición o a complicidades con dictaduras de derechas. Debería, por lo tanto, ser justamente el compromiso teórico y práctico de políticos responsables e intelectuales independientes y con ideas claras velar por que el nacionalismo en su propio país, que siempre es correcto defender, no derive hacia tendencias hegemónicas, que siempre es correcto contrarrestar. Toda nación tiene el derecho, y hasta la obligación, de hacer lo posible por preservar su identidad; y al mismo tiempo tiene la obligación de respetar las condiciones para que las otras naciones preserven la suya. El verdadero enemigo de una política nacionalista no es otra política nacionalista. El verdadero enemigo del nacionalismo es el hegemonismo. Estas son, entre otras muchas, algunas de las reflexiones que Ulises Moulines, catedrático y decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Munich ha publicado en Ediciones La campana (Barcelona 2002).

El profesor Ulises Moulines, con el título de Manifiesto Nacionalista -análisis de un hecho universal-, ha escrito un ensayo en el que analiza con precisión qué puede entenderse por nación, en qué consiste la actitud negacionista y la posición contranacionalista, y ello basado en tres puntos: primero, el nacionalismo es un fenómeno cultural profundo y no una moda pasajera, segundo, el nacionalismo es tratado habitualmente con un gran déficit conceptual y metodológico -el abuso consistente en denominar "nacionalismo" lo que de hecho, es un "hegemonismo"- y tercero, es deseable que el universo presente la máxima diversidad posible, y que un programa ético-político como el nacionalismo debe ser valorado positivamente. Dicho profesor es un defensor del nacionalismo internacionalista como visión constructiva de un problema a menudo mal planteado y aboga por la necesaria comprensión de un fenómeno que arranca de lejos y que marcará el futuro. Siempre se aprende algo nuevo, y así a veces piensa uno que los ciudadanos vascos demócratas y que nos profesamos nacionalistas no estamos tan solos en nuestros empeños ni tan errados en nuestras querencias y objetivos políticos a alcanzar. Vamos, que los vascos, los nacionalistas vascos quiero decir, no somos tan raros como nos quieren hacer pintar los que no se tienen -oficialmente- por nacionalistas, quizá porque la suya, la nación, está ya construida, asegurada, es hegemónica y tienen la propiedad debidamente registrada en eso que conocido por todos como -su- Estado. Léase Francia, España o…

Pero ya lo dijo alguien llamado Sabino Arana, fundador de EAJ/PNV hace ya más de un siglo y en nuestra misma y propia casa: la nación genuina de los vascos se llama Euskadi, y es la patria de los vascos. Una única patria a pesar de encontrarse por caprichos militares-económicos de la historia, ubicada en dos estados y dividida en tres administraciones. Dos estados, sí, tres administraciones, sí, pero una sola nación vasca, una sola, Euskadi, lo repito, la única patria de los vascos. El futuro se declina en compromiso y se conjuga en acertar.

                                                                                                      José Manuel BUJANDA ARIZMENDI
                                                                                   Publicado en TRIBUNA -Noticias de Gipuzkoa-
                                                                                                                   -15 de septiembre 2012-