miércoles, 24 de enero de 2024

Una de cine... 💓💓💓

Una de cine... 💓💓💓


Ni siquiera se le podía llamar habitación. Era un cuarto interior y sin pintar que estaba al fondo del larguísimo pasillo de la casa de la amona. Olía a cerrado, serrín y madera vieja. No en vano el único hueco de ventana que tenía, casi pegado al techo, era apenas un ventanuco que nunca se abría y que, de abrirse, daba a la carpintería del aitona Roman. Un cuarto, casi oscuro, que un día la ama acondicionó para mi.
Le dio una mano de pintura gris claro, despejó las baldas que ocupaban la escuadra izquierda de la pared hasta entonces repletas de cacharros de todo tipo, inservibles, apartados o simplemente olvidados, y vació de cajas viejas y vacías el interior del armario que, pareciéndolo, no lo era, y que tenia la culpa de que el cuarto pareciera, no siéndolo, tan pequeño. Es que cuando abrías las puertas de ese no armario, cuatro hojas de madera sin pulir y sin zócalo, te encontrabas con nada, tras ellas sólo había hueco. Un hueco enorme, eso sí, y lleno de polvo, una especie de habitación dentro de otra, a mi me fascinaba...

Colocó allí dentro un raído baúl que fuimos llenando de ropas de otras épocas, vestidos viejos, restos de lo que fueron tocados de fiesta, mantones, adornos, puntillas y cintas y algún elegante sombrero. Una especie de casa de los disfraces que, con el paso del tiempo, necesitó de un segundo cajón y más tarde de un tercero. Un taburete bajo en el que me sentaba para mirar a ver esos baúles, se quedó definitivamente fuera cuando, recuerdo ahora, el Olentzero me trajo una bici por Navidad y le hicimos espacio en el lateral izquierdo de ese hueco-maravilla en el que, ahora sí, ya no quedaba sitio para nada más salvo mi manos de niña para ordenar, doblar y volver a doblar y ordenar otra vez, como si fueran mis mejores galas, tanto trapo viejo.

¿El resto del cuarto? Un tablero de chapa-cumen clavado en la pared, una tabla sobre dos caballetes que pasó a ser la mesa perfecta, una bombilla en condiciones y la puesta a punto del interruptor de la luz que no estaba el pobre para muchas novedades.
Ella ni siquiera se dio cuenta... la ama era sencillamente así, así lo era conmigo, conmigo había lo que siempre estaba o de más o de sobra... digo que con aquello me regaló mi primer lugar en el mundo, mi territorio, un espacio propio y sólo para mi. Y que cada vez fui haciendo un poco más mío... mis primeros libros, todos los que vinieron después, los juegos que se iban quedando atrás, no sé... el Exin-Castillos, el de química, creo que tuve uno de magia... los singles y el comediscos rojo, la vieja Larousse del aita, la guitarra, revistas de cine, de música, de labores, los apuntes del cole, fotos de chicos pegadas con celo a la madera, poemas escondidos, el primer cassette... Y todos mis tesoros.
El primero de ellos llegó no sé ni cómo, seguramente era un trasto más de entre la colección de cachivaches acumulados en aquel cuarto cuando sólo era el cuarto oscuro del final del pasillo. Lo cierto es que un día me la encontré sobre una de las baldas, ya limpias y casi vacías, siempre he pensado que fue cosa de la amona Bale... Le habían quitado el polvo, cuidadosamente, pero poquito más se había podido hacer, tenía manchas de humedad y alguna de sus esquinas estaba rota, casi podrida. Eso sí, lo que se tenía que ver se distinguía perfectamente.
Era una tablilla rectangular de cartón piedra, muy parecida a aquellas otras que solían colocarse en los escaparates de los cines para anunciar la peli de la semana o el próximo estreno, pero era más pequeña y mucho más vieja. La imagen parecía coloreada con esos tonos pastel tan característicos de las postales vintage aunque no podría asegurarlo, no lo recuerdo bien. Pero a él si, perfectamente, en el centro de la imagen y vestido de oscuro, lo que hacía resaltar el blanco de las teclas blancas y el fuelle del acordeón. Había también algo escrito que ya no recuerdo. Pero a él sí, tan joven, tan guapo, tan-tan guapo mi tío Carlos... No me cansaba de mirar, de mirarlo, el tío Carlos, ¡actor de cine! O no, o casi, o qué más me daba...
Esa tablilla fue lo primero que colgué del alto de la estantería. Y era lo primero que se veía y te echabas a la cara cuando encendías la luz de ese cuarto que un día fue oscuro pero ya nunca más. Porque aunque el incendio de diciembre del 74 se llevó por delante cuarto, casa y carpintería, lo cierto es que dejó intacto todo lo demás. Porque no hay mejor corta-fuegos que una infancia feliz y todos los recuerdos.

Él, mi amigo Manuel, D. Manuel Fernández de Ollo, sonrío... es quién recuperó estas imágenes, imborrables ya, de no sé qué archivo histórico de a saber qué cinemateca. Lo que él no sabe es que me regaló, o me devolvió, un trozo de mí. Algo así como una nueva tablilla de amor y cartón-piedra pero depositada, esta vez, sobre la balda gaztelumendi de mi corazón.

Nere osaba maitea... ay...


💓💓💓