domingo, 3 de febrero de 2013

"Por mis alumnos"... emocionante.

"Llevo unos veintitrés años como profesor de Latín en un instituto público. Comencé en pueblos de la costa de Lugo, anduve seis años por Huelva y me muevo desde 1999 por la Región de Murcia. A estas alturas, puedo decir que lo mejor de estos más de cuatro lustros ha sido la relación con mis alumnos. No mis clases sobre los usos de los participios, ni mis disertaciones sobre el teatro de Plauto.

Ellos son lo mejor de esta denigrada profesión. Y el intentar abrirles el alma a las innúmeras enseñanzas que encierran en sí la lengua y la cultura grecolatinas. Intentar que tamicen su realidad cotidiana a través de una mentalidad tan divinamente humana como la que destila el mundo clásico. Enseñarlos a ser mejores personas, seres más humanos a partir de las lecciones que nos legaron los clásicos.

Los he tenido a cientos, puede que ya a millares. De los más he olvidado sus nombres, sus rostros. Guardo confusos recuerdos de muchos, que se sobreponen unos a otros y me hacen confundir destinos y cursos. Me siento orgulloso de ellos, me regocijo con sus logros, me acongojan sus fracasos.

De mi etapa gallega, para mi desdicha casi borrada por la bruma del olvido, apenas me quedan caras sin nombre, nombres sin rostro. Atesoro en lo más hondo, en cambio, la música de su lengua gallega, la calidez de sus miradas, la exuberancia de su alma cuando a sus fragas llegaba la primavera, la hospitalidad con la que acogieron en sus ánimos adolescentes a este emigrante del lejano Sur. Compartí con ellos galernas que les costaron la vida a familiares, con la angustia del que, desde la costa, aguarda a que la mar devuelva los cuerpos. Con ellos aprendí a creer, peregrinando a San Andrés de Teixido, devorados por la niebla, al borde de vertiginosos acantilados, en la Santa Compaña, en meigas cuantas haber quisieran. Descubrí en su mirada el sol, cuando compartimos la Alhambra.


La luz de cal y del Atlántico me cobijó por seis años en Huelva. Con mis alumnos onubenses saboreé las mieles de Talía haciendo teatro y sintiéndome un mísero imitador de García Lorca y los de La Barraca, al llevar nuestras obras por pueblos de la Sierra de Aracena, Almería y Cartagena. De ellos aprendí la disciplina, el compromiso en un proyecto común, el saber delegar y compartir responsabilidades, el dulce martirio de sentir mariposas en el alma antes de una representación en un teatro abarrotado. Nombres como J. R., Marta, Sandra, Juan, Inma… me acompañarán mientras que los dioses no me roben la memoria.

Gracias a las redes sociales pude salvar del naufragio de la desmemoria a alguno de ellos. Me ufano de haber sido algún día su profesor. Me pavoneo, incluso, por haber tenido la fortuna de enseñarlos, cuando conozco que María Rubiales recorre el mundo (Bali, Qatar, Australia…) trabajando en una multinacional. Cuando veo a Rocío como psicóloga de Cruz Roja, a la que llaman a auxiliar a sus semejantes en conflictos diversos de nuestra geografía, patria y exterior. Cuando sé profesoras y, por ende, compañeras en este minusvalorado oficio, a Miriam, a Araceli. Cuando me dicen que Marta es arquitecto y Rocío, médico. Cuando, desde el autobús urbano que conduce, me saluda con un bocinazo Luisle y me grita, sacando por la ventanilla casi sus más de dos metros, “«fuerunt» o «fuere»”. Cuando me arregló un grifo el primer alumno negro que tuve, feliz por haber montado su propia empresa. Cuando Juan me vendió sus colchones, también empresario.

Tardará en borrárseme la emoción que humedeció mi alma viendo llorar a Tatiana al descubrir en el Vaticano a la Pietà de Miguel Ángel. Era tan bonita, decía, tanto que… Salamanca, Sevilla, Roma, Florencia fueron fugazmente onubenses cuando las compartí con ellos.

Los hados me llevaron después a Alhama de Murcia. Seguí cultivando con mis alumnos la poesía y el teatro grecolatino. Me regalaron momentos inolvidables en el auditorio de Cartagena y, especialmente, en la Sala Abovedada del Centro Arqueológico de los Baños, en la misma Alhama. ¡Cómo embriagaban los versos de Safo y Sófocles, los requiebros de Catulo, los acordes del Epitafio de Seikilos en aquella bóveda del siglo I! ¡Cuán gráciles eran Aída, Paloma, Ana, Aranza, Rocío, Ángela…! ¡Cuánta hermosura le arrancaban a sus instrumentos Sergio, los Antonios, Irene, Alicia…!

Con ellos compartí el amor por los textos clásicos, por su poesía, por su historia. Recorrimos Salamanca siguiendo los pasos de Espronceda y su estudiante, de la Celestina, del Lazarillo de Tormes. Tuve el privilegio de llevar a Felipe y a Paco por primera vez a Pompeya…

Es en Alhama de Murcia donde tengo clavada en el alma una espina sangrante. Mis niños, mis niñas que no superan los treinta años y que forman la generación perdida. Esa generación, impecablemente formada, que se maneja en varios idiomas, que se mueve con soltura en las nuevas tecnologías, que acumulan másteres y que ha sido abandonada a su suerte por los últimos gobiernos que ha sufrido esta desdichada España. Una generación que ha visto cómo los gobiernos de Aznar, de Zapatero, de Rajoy favorecían a especuladores y arribistas. Una generación que ha visto privilegiados a albañiles que se creían arquitectos o promotores y montaban un chiringuito inmobiliario. Una generación que ha sufrido el despropósito de ver encomendadas pequeñas y medianas instituciones de ahorro a simples contables que se creían banqueros o a politicastros sin escrúpulos. Una generación que ha soportado a chorizos que se metían a políticos o embaucaban a éstos. A políticos que se volvían chorizos…

Una generación que veía a algunos de los suyos desertar de las aulas, hartos de disciplina y esfuerzo sin recompensa pecuniaria inmediata, para ganar varios miles de euros en los andamios. Que ahora los ve, derrotados, retornar a las clases de las que huyeron. Una generación que ve cómo se colocan sin rubor los hijos de los mandamases sólo por ser “hijos de”, mientras que a ellos se les ofrecen trabajos basura o se les anima a salir de sus lares a buscarse la vida.

Me es insoportable ver a Felipe, con dos másteres y considerado un experto internacional en su campo, tener que aviárselas con la mísera beca que el Ministerio le ha dado a sus casi treinta años. El recordar las lágrimas de María José, casi resignada ya a trabajar el resto de su vida deshuesando cabezas de cerdo, y agradecida, tras haber “perdido” valiosos años estudiando como una mula en institutos, facultades y escuelas de idiomas. El escuchar a Juana sentirse culpable por haber superado una oposición, en inhumana lid, llegar a funcionaria y ser la única, casi, de su generación en haber encontrado el camino por el que con tanto denuedo ha luchado. El leer a Lidia, que dedica una media de diez horas diarias a la ingrata tarea de estudiar oposiciones, sin descanso ni reconocimiento, vendiendo verduras por los mercados para subsistir.

Lo que más me indigna es ser consciente de lo que se pierde esta sociedad, la nuestra, al dejar truncadas sus esperanzas. ¡Cuánto bien haría a esta ciudadanía herida el que ellos pudieran dar rienda suelta en sus profesiones anheladas a su compromiso, a su solidaridad, a su entrega, a su coherencia, a su integridad…! Valores que aterrorizan a los que mandan.

En estas décadas he asistido al entierro de tres discípulos. Recuerdo el primero, recién llegado a la Mariña lucense: un rapaz de poco más de quince años que se había estampado con su motocicleta contra un árbol. Me sobrecogió que, a lo lejos, se viera el Cantábrico enmarcado por aquellas colinas cuajadas de árboles. Me parecía insultante tanta belleza, cuando en el atrio de esa parroquia rural el dolor más descarnado se había adueñado de los espíritus de tantas familias y adolescentes.

En 1998 los dioses me regalaron a mi alumno Jaime, en Huelva. Nos llegó derivado de un colegio religioso, en COU. Estaba en tratamiento por una agresiva leucemia. Había perdido el pelo y parecía hinchado por la quimioterapia. Ese mismo año, en aplicación de la malhadada LOGSE, nos enviaron a los niños de doce años, a primero de ESO. Un grupo considerable procedía de una barriada marginal, sin ley ni orden. Esas criaturas estaban asalvajadas, a pesar de los titánicos esfuerzos de sus maestros de primaria.

Al pobre Jaime, que les sacaba seis años, algunos lo tenían machacado. Entraban en clase y le gritaban “calvo” o “gordo”, sin importarles las recriminaciones y sanciones que les aplicábamos. No perdió nunca la compostura ni respondió a sus pullas. Sonreía y los justificaba bromeando sobre su aspecto. Aprobó el curso y la selectividad a la primera, aun habiendo tenido que guardar cama en los períodos más álgidos.

Lo volví a ver dos años después, ya en la universidad, estudiando Derecho. Estaba estupendo: había recuperado toda su cabellera y adelgazado. Se le veía radiante: le iban fenomenal los estudios, se había echado novia. Lo invité, junto a J. R., a cenar conmigo y unos profesores extranjeros, en una bodega de un pueblo cercano. Fue inolvidable. Jaime tocaba la guitarra con un duende natural; J. R. lo acompañaba al cajón flamenco como sólo los que llevan la música en las arterias saben hacerlo. Un austríaco se incorporó al dúo con su trompeta. Los irlandeses sacaron una gaita y unas cucharas y, entre todos, nos regalaron uno de los conciertos más memorables que he vivido.

A eso de las once de la noche hube de acercarlo a Huelva porque tenía ensayo con los de su cofradía. Era portapasos y estaban aprendiendo marchas para la cercana Semana Santa. Me reí de él, llamándolo con cariño “capillitas”, y lo dejé en la plaza de la catedral. No lo volví a ver.

Tres años más tarde, J. R. me dijo que lo habían enterrado el año anterior. Su duende, su hombría de bien, su inmenso amor a la vida fueron incapaces de resistir una nueva acometida de la leucemia.

Mis alumnos de ahora se llaman Soufiane, Álvaro, Fátima, Sarah… De ellos he aprendido a mantener la dignidad aunque algunos te falten al respeto por ser moro o sudaca, a demostrar a esta sociedad que son tan españoles como el que más, que pueden aportar a sus paisanos tanto o más que los que llevan un pin con los colores nacionales en su Lacoste.

Ellos, mis alumnos, los de ahora y los de antaño, son mi motor. Por ellos, por su futuro, por su pasado me veo obligado a dar la cara, a exigir que les dejen mostrar a la sociedad la inmensa potencialidad que atesoran, que les dejen ejercer los oficios para los que con tanto celo y lágrimas se han formado y no los fuercen a emigrar del país, si no quieren trabajar como esclavos o servir en los burdeles y casinos de Eurovegas.

España no puede permitirse perderlos. Son nuestro mayor tesoro."
          
                                                                                                                               Arístides MINGUEZ


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