miércoles, 24 de noviembre de 2010

LA MAR

Si alguien me preguntara sobre mi primer recuerdo a todo color no tendría dudas… el mar. Y no cualquier mar, no, el mar de Hondarribi. Ese mar azul oscuro que va y viene mientras camino, resuelta y sin miedo, cogida de la mano de mi aita, por el ancho pretil que recorre la línea de costa de la playa del Onyarbi de mi niñez hasta el viejo puerto refugio. Mi primera sensación… nostalgia, tal vez. Pero enseguida pasa, porque el mar permanece. Es una constante en mi vida, junto con la montaña. Y como este txoko en el que he nacido es generoso con sus hijos, no tengo por qué elegir, que ofrece y me lo da todo. Mi segunda sensación, pues, plenitud, pertenencia, me siento en casa…
 

Y en mi casa el mar es femenino, porque es tierra de pescadores y traineras. La mar de los arrantzales viejos de la Cofradía de Mareantes de San Pedro y los barcos pintados de rojo, verde o azul, el mismo color que las casas del Barrio de la Marina, con sus peskateras en la calle, vendiendo antxoas recién desembarcadas. La mar de la vieja venta, del paseo Butrón y el espigón que discurre paralelo al de Hendaia, la mar que primero es ría, la ría del Bidasoa, l’autre côté, Iparralde… más sensaciones… en la mar no hay fronteras.

Del mar me gusta casi todo… el olor a salitre, la brisa, las mareas, el sonido del agua cuando está en calma y cuando no, la barra sobre el horizonte, los faros, el espejo en el que se convierte por la noche, “la luna sobre el mar riela” como en el verso de Espronceda… Aunque nada hay comparable a sentarse y mirar, allende el mar, desde la atalaya natural de Aiako Harria. Que en esa roca mil-milenaria, con la bahía de Txingudi frente a mí, puedo ver el Mar Externum de los romanos y el Golfo de Vizcaya de los vascos viejos. ¿Sensaciones? Entonces, todas. El tiempo se para y me siento empequeñecer. Y me encanta…



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