
DERECHO A LA EXISTENCIA DE LA NACIÓN VASCA
Joan Carles Mélich, en su libro
titulado Totalitarismo y Fecundidad, afirma que la barbarie es todo intento de
comprender al otro desde lo mismo, la diversidad desde la unidad, la diferencia
desde la identidad. La barbarie, dice, es el supremo acto de violencia, de
poder, en el que se niega lo distinto. Las naciones no solo existen, sino que
en muchos casos se esfuerzan con tesón por preservar su existencia. Cuando este
esfuerzo por preservar su existencia se traduce en un programa de acción
política y conscientemente apoyado por una parte significativa de la población
podemos calificar dicho programa de nacionalista. Ese programa no tiene por qué
ser idéntico a un proyecto de estado-nación soberano, porque para preservarse y
desarrollarse satisfactoriamente, la nación en cuestión puede constatar que le
es suficiente cierta dosis de autogobierno dentro de un estado multinacional,
es decir, en convivencia pacífica con otras naciones. Este podría ser un arreglo
ideal.
Pero, ¿por qué es tan difícil, y
un engorro añadido, que funcione bien un estado multinacional siendo en teoría
una (la) solución ideal? La razón es que, en la inmensa mayoría de los casos,
los estados multinacionales realmente existentes son, por causas históricas
contingentes, no estados constituidos por el consenso de las diversas naciones
que los componen, sino por la voluntad, muchas veces extremadamente violenta,
de una sola nación predominante y hegemónica. En una palabra, se trata de estados-nación
hegemónicos, o sea, que promueven la hegemonía de una sola nación sobre las
demás. Hay en este tipo de estados una nación que les dicta a la otra u otras
cómo tienen que ser las cosas en el orden político, jurídico, lingüístico,
cultural, religioso, económico, de relaciones internacionales, etc. Tales
situaciones de predominio de una nación sobre otras, tan frecuentes en los
estados multinacionales, son situaciones no justas. Si admitimos que las
naciones existen y que cada una tiene el derecho a preservarse y a
desarrollarse al menos hasta que se muera de "muerte natural" -y no
ser asesinada-, entonces debería estar claro que es una obligación fundamental
de cualquier estado multinacional crear y mantener las condiciones político-jurídicas
adecuadas para que cada una de las naciones que lo componen, independientemente
de su peso demográfico, de animadversiones históricamente condicionadas, o de
cualquier otra consideración, se sienta, por así decir, "a gusto en
casa", en esa casa administrativa que, en definitiva, es cualquier estado.
Ello puede complicar las leyes, la jurisprudencia, las instituciones
educativas, el manejo de la política día a día, de la economía, etc. Pero no
hay más remedio que hacerlo así si es que se quiere implementar la justicia, no
solo en relación entre los ciudadanos individualmente considerados, sino
también en relación entre las naciones con las que los ciudadanos se sienten
identificados. Porque el sistema democrático también es más complicado que la
dictadura, pero eso no es ningún buen argumento a favor del autoritarismo.
Las discusiones en torno a esta
temática se han solido llevar a tal nivel de indigencia conceptual que el
término "nacionalismo", como programa de afirmación de una nación, se
ha usado indistintamente tanto para la afirmación "defensiva" como
para la "agresiva" de una nación frente a otras. Con lo cual se mete
en el mismo saco, pongamos por caso, el programa supuestamente
"nacionalista" de Hitler y el programa genuinamente nacionalista de
Ghandi. Y como ninguna persona de buena voluntad puede estar a favor del
programa de Hitler, se desprende con un rigor aparentemente aplastante que la
misma persona de buena voluntad tampoco puede estar a favor del programa de
Ghandi. Lo cual manifiestamente es una reductio ad absurdum. Ella
proviene simplemente de la confusión deontológica elemental entre la afirmación
del derecho de existencia de una nación y la negación del derecho de existencia
de otras naciones. Es a la primera afirmación a lo que, con pertinencia
terminológica y conceptual, conviene caracterizar no como
"nacionalismo" sino "imperialismo", o, de manera más exacta
aún, "hegemonismo".
El nacionalismo genuino o
defensivo solo reclama el derecho a la existencia de una nación en pie de
igualdad con otras naciones. El hegemonismo en cambio, con frecuencia mal
llamado "nacionalismo", reclama el derecho de una nación a subyugar o
incluso erradicar a otras naciones, en nombre de una supuesta superioridad
racial, cultural, lingüística, demográfica, económica o del tipo que sea. Es
difícil imaginar dos posiciones políticas más antagónicas. Y está claro que no
se trata aquí de una distinción meramente académica. El ignorarla puede llevar
fácilmente a graves errores de interpretación de los sucesos políticos. Por
supuesto que, en ciertas circunstancias complejas o desfavorables, ha ocurrido
alguna vez que el nacionalismo ha derivado peligrosamente hacia el hegemonismo,
de modo análogo a cómo el ideal del socialismo y de la justicia social ha
derivado muchas veces hacia el totalitarismo stalinista más atroz, el
cristianismo a las cruzadas, el catolicismo a la inquisición o a complicidades
con dictaduras de derechas. Debería, por lo tanto, ser justamente el compromiso
teórico y práctico de políticos responsables e intelectuales independientes y
con ideas claras velar por que el nacionalismo en su propio país, que siempre
es correcto defender, no derive hacia tendencias hegemónicas, que siempre es
correcto contrarrestar. Toda nación tiene el derecho, y hasta la obligación, de
hacer lo posible por preservar su identidad; y al mismo tiempo tiene la
obligación de respetar las condiciones para que las otras naciones preserven la
suya. El verdadero enemigo de una política nacionalista no es otra política
nacionalista. El verdadero enemigo del nacionalismo es el hegemonismo. Estas
son, entre otras muchas, algunas de las reflexiones que Ulises Moulines,
catedrático y decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Munich ha
publicado en Ediciones La campana (Barcelona 2002).
El profesor Ulises Moulines, con
el título de Manifiesto Nacionalista -análisis de un hecho universal-, ha
escrito un ensayo en el que analiza con precisión qué puede entenderse por
nación, en qué consiste la actitud negacionista y la posición contranacionalista, y ello basado en tres puntos: primero, el
nacionalismo es un fenómeno cultural profundo y no una moda pasajera, segundo,
el nacionalismo es tratado habitualmente con un gran déficit conceptual y
metodológico -el abuso consistente en denominar "nacionalismo" lo que
de hecho, es un "hegemonismo"- y tercero, es deseable que el universo
presente la máxima diversidad posible, y que un programa ético-político como el
nacionalismo debe ser valorado positivamente. Dicho profesor es un defensor del
nacionalismo internacionalista como visión constructiva de un problema a menudo
mal planteado y aboga por la necesaria comprensión de un fenómeno que arranca
de lejos y que marcará el futuro. Siempre se aprende algo nuevo, y así a veces
piensa uno que los ciudadanos vascos demócratas y que nos profesamos
nacionalistas no estamos tan solos en nuestros empeños ni tan errados en
nuestras querencias y objetivos políticos a alcanzar. Vamos, que los vascos,
los nacionalistas vascos quiero decir, no somos tan raros como nos quieren
hacer pintar los que no se tienen -oficialmente- por nacionalistas, quizá
porque la suya, la nación, está ya construida, asegurada, es hegemónica y
tienen la propiedad debidamente registrada en eso que conocido por todos como
-su- Estado. Léase Francia, España o…
Pero ya lo dijo alguien llamado
Sabino Arana, fundador de EAJ/PNV hace ya más de un siglo y en nuestra misma y
propia casa: la nación genuina de los vascos se llama Euskadi, y es la patria
de los vascos. Una única patria a pesar de encontrarse por caprichos
militares-económicos de la historia, ubicada en dos estados y dividida en tres
administraciones. Dos estados, sí, tres administraciones, sí, pero una sola
nación vasca, una sola, Euskadi, lo repito, la única patria de los vascos. El
futuro se declina en compromiso y se conjuga en acertar.
José Manuel BUJANDA ARIZMENDI
Publicado en TRIBUNA -Noticias de Gipuzkoa-
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