ADELANTE, PAPÁ
Bárbara Alpuente
Hija de Moncho Alpuente
Si tuviera el conocimiento poético que tenía mi padre, escribiría unas coplas a su muerte, como hizo Jorge Manrique, pero vais a tener que conformaros con esto.
Escribo envuelta en la perplejidad absoluta, invadida por una inquietud crepuscular, desde un infierno intermitente del que ahora salgo a coger aire para despedirme de mi padre.
Moncho, mi padre, se fue en la madrugada del 21 de marzo, y os confieso que todavía estoy esperando a que vuelva. Siento como si hubiera salido a pasear por Malasaña a saludar a los camareros y vecinos, a tomarse un chupito (o alguno más), a charlar con quien encontrara en su camino, a sonreír a los que se le acercaran, a contarle los secretos de Madrid a los parroquianos del Palentino, a jugar al ajedrez en el Estar, a celebrar la vida con su pandilla de la calle del Pez, a contarme qué estaba escribiendo, a recitarme versos de Góngora, Cervantes o Boris Vian, a comerse unos callos en el Bocho y charlar con Luisi, María y Loli, a sentarse en la terraza de Lamucca e ir recibiendo amigos durante horas hasta que oscurecía. Siento que ha salido del tiempo, pero solo un ratito, y que volverá a darme un abrazo y a contarme qué pasa al otro lado, por muy ateo que fuera, y a sentarnos en el jardín de su casa, ahora que empieza la primavera; a leer juntos, a escribir nuestras cosas y enseñarnos el trabajo según vamos avanzando, a verle pelear con Internet, porque mi padre era de esos que cuando salía una publicidad de “Introduzca aquí su móvil”, él iba y lo introducía. Siento que está aquí conmigo, sentado en el sofá, bajo su manta de cuadros, siempre con un libro entre las manos, y me parece oír su tos de fumador; esa que me tuvo en vilo media vida y que ahora incluso echo de menos.
Me pasé la infancia escuchando eso de “ayer vi a tu padre en la tele”, que me decían casi a diario en el colegio. Y a menudo lloraba al verlo en la pantalla, porque por mucho que extendiera los brazos, no podía traspasarla para abrazarlo. Y así estoy ahora, llorando desconsolada porque por mucho que extienda los brazos, no consigo llegar hasta él.
La primera vez que me llevó a Radio El País a presenciar su programa, entré en directo sin ser muy consciente de lo que hacía y le pregunté sorprendida: “Pero papá, ¿a ti te pagan por hacer esto?” Y sí, le pagaban, cada vez menos, por hacer lo que más le gustaba en el mundo: hablar, escribir y provocar carcajadas.
Supe que mi padre no era un súper héroe el día que pretendió coger un atajo para volver al faro de Ons, donde nos alojaba el farero Fernando Liste cada verano, y descubrí que nos habíamos perdido. Estábamos en mitad de un cementerio completamente desorientados, por mucho que él se resistiera a reconocerlo. O cuando tras animarme a que subiera a la montaña rusa del parque de atracciones para perderle el miedo, le vi vomitando tras un árbol porque el que se había mareado era él. Conocía sus fragilidades y aprendí a protegerlo, así como hicimos todos, porque mi padre, más allá de la figura mediática, también era un hombre frágil, y con un una enternecedora sensibilidad. Por eso era capaz de destrozar a Esperanza Aguirre en un soneto y luego tratarla con respeto cuando coincidían en alguna tertulia de radio.
Pasó sus últimos días mirando el mar, tomando notas, siempre pensando en un siguiente proyecto… Y me pregunto, papá, en qué proyecto andas ahora. Nosotros lo tenemos claro; nuestro proyecto es aprender a vivir sin ti, porque se puede, ya lo sé, pero no va a ser tan divertido.
Mi padre se fue de madrugada a tomarse la última al otro lado, junto a su amigo Almazán, Barquín, Camacho, Aparicio, y tantos otros que, como dicen, también se fueron demasiado pronto.
Y aunque él no creía en el cielo, me gusta imaginármelo allí; preguntando en la barra qué clases de whisky tienen (si en el cielo no hay un bar, la resurrección de mi padre será inminente), sentado tras un ventanal para observar a la humanidad, y comprobando que aquí abajo nos hemos quedado en blanco y negro.
Lo recuerdo levantando la mirada del libro para vigilar a los pájaros, a los que sabía distinguir por su canto y plumaje, y gritándome desde el jardín: “Bárbara, ven, mira qué color tienen las nubes…” Y yo acudía corriendo, me abrazaba a él y permanecíamos en silencio, sin imaginar que aquel sería nuestro último atardecer juntos… Al menos en vida.
Dicen todos que se ha ido demasiado joven. No sé muy bien quién decide a qué edad hay que morirse, aunque seguro que pronto existirá una ley para legislarlo. (que, como buen ácrata, se habría saltado con alevosía) Pero si os digo la verdad, intuyo que mi padre se ha largado cuando le ha dado la gana.
Moncho Alpuente deja a medias un musical sobre Franco, varias obras de teatro, proyectos de libros, uno de ellos en común, varios sonetos y, lo más importante, nos deja a medias a todos.
Quiero dedicar estas líneas a Chari; la mujer de su vida, a su familia, a su pandilla de los martes, a los amigos del Estar, a los compañeros de profesión, a los lectores a los que tanto afecto tenía, a los espontáneos que se acercaban a él en Las Canteras, a sus magníficos músicos, a mi madre, por haberle elegido para ser mi padre, a mis amigos, que me acompañáis en cada latido, a todos los segovianos, malasañeros y gallegos (Menos a Rajoy), a sus chicas, y a tantos que sois y que sabéis que hablo de vosotros. Gracias por tanto cariño, por tanto respeto, porque dentro del abismo anímico hacia el que me precipito irremediablemente, sé que esto sería mucho más difícil sin vosotros.
Adelante, papá, la carretera nacional es tuya. Y la eternidad.
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